Sobre mi mamá y la vida últimamente
No cuenta como ‘trauma dumping’ si fueron ustedes quienes eligieron leer esto
Oh, baby, baby, it's a wild world
It's hard to get by just upon a smile
Oh, baby, baby, it's a wild world
I'll always remember you like a child, girl
— Cat Stevens, Wild World
Mi mamá ama cantar.
Me pregunto si alguna vez habrá cantado en un karaoke, como esos en los que a mí me gusta cantar desde que descubrí que esa fue una de las cosas que me heredó.
Mi mamá ahorita no puede cantar. Tampoco puede hablar.
En 2004, le descubrieron un meningioma maligno en el lóbulo frontal de su cerebro. Solo alrededor de 3% de los meningiomas son malignos. “Yo siempre caigo en los porcentajes pequeños”, decía mi mamá. Lo removieron quirúrgicamente con una craneotomía, una palabra con la que me familiaricé y pronuncié con normalidad a partir de los 7 años.
Tres años después, el tumor volvió a aparecer. Una de las características de este tipo de meningioma es su reincidencia, probable, según internet, en el 90% de los casos. A veces, mi mamá cae en los grandes porcentajes también.
En esa ocasión lo trataron con radiocirugía, lo que me dejó la imagen de ella con un aro de metal adherido a su cabeza por cuatro tornillos, dos adelante y dos atrás, y de su sonrisa mientras tanto, como si se hubiese puesto un disfraz ridículo. Esa es mi mamá.
Más pronto que tarde, en 2009, el tumor regresó y con él la voluntad de mi mamá de hacer algo al respecto. Recuerdo estar jugando Mario Kart el día que llegó a la casa luego de una consulta con su neurocirujano y me contó, de nuevo, esa historia conocida: otro meningioma, otra craneotomía. Tengo la impresión de que me puse a llorar, a pesar de que no lo recuerdo demasiado bien. Tenía 10 años entonces.
Casi 12 años después, repetimos la escena. Yo estaba en la casa y llegó ella a media mañana, luego de una consulta de chequeo, a decirme lo que mi hermana ya me había adelantado con un mensaje. Tenía una nueva lesión en su cerebro. Esta vez, demasiado pequeña para ser operada, así que solo nos quedaba monitorearla y esperar. Me puse a llorar, porque aunque ya me había secado las lágrimas antes de que llegara y quería ser fuerte para ella, me era imposible no exteriorizar el dolor.
Luego de unos días empecé a sentirme más tranquila, no porque pensara que todo iba a estar bien, sino porque no sabía cómo sentirme, y por casi tres años más no lo supe. Lo llegué a discutir con la gente y posteriormente, cuando empecé a ir a terapia. Sabía que algo triste estaba pasando, pero me costaba conectar con ese sentimiento. Lo racionalicé diciéndome que no me sentía de ninguna forma en particular porque la situación estaba en pausa: solo había que estar encima del crecimiento del tumor, todavía no había nada que hacer, nada que sentir.
A esa cita, le siguieron varias más de seguimiento constante, todas indicándonos que todavía teníamos tiempo. El 3 de febrero de este año, sin embargo, el tiempo se acortó. Nos dijeron que la operación era el paso siguiente, que el tumor había crecido el doble con respecto al examen anterior y, de repente, sentí todo al mismo tiempo.
Empecé a llorar casi todas las noches antes de dormir y me repartía entre el miedo y la tristeza. Era difícil salir de mi casa, ir a trabajar, ver a mis amigos, y diría que lo único que quería era estar con mi mamá, lo que no es mentira, pero también quería estar sola y ahogarme en la tristeza, en el pesar y la rabia con la que lamentaba lo injusto que era todo.
El pronóstico, al menos en la mente de alguien cuyo único conocimiento de medicina es directamente proporcional a la cantidad de episodios de Grey’s Anatomy que ha visto, no era precisamente positivo. Querer que tu mamá sobreviva a un cuarto tumor cerebral suena como el tipo de escenario sobre el cual alguien te diría que, de hecho, sí es mucho pedir.
La operación se programó para el 28 de febrero y desde el momento en que lo supe —11 días antes— sentí que cargaba con una sentencia. Mi mamá, mientras tanto, jamás exteriorizó ese tipo de preocupación. Le llegué a preguntar cómo se sentía, si estaba asustada. Me decía que, sin entender muy bien por qué, estaba sumamente tranquila. Que, por alguna razón, podía visualizarse recuperándose rápido, parándose de la cama, yendo al baño.
Las recuperaciones anteriores de mi mamá han sido relativamente sencillas. Por supuesto, no soy la mejor jueza — solo tener recuerdos de la infancia como referencia me hace una narradora poco confiable. Sé que luego de la primera operación, pasó años durmiendo por horas en las tardes: desde que llegábamos a la casa luego del colegio hasta la cena. También la recuerdo susceptible, muchas veces hasta agresiva en sus tratos. Siempre decía que había cambiado luego de la operación, pero lo decía con orgullo: ahora “no se calaba” nada de nadie, ahora se defendía, después de, según ella, no haberlo hecho por años.
Durante prácticamente todo febrero me sentí miserable y aunque en mis mejores deseos estaba que esto fuese al revés, la persona que me dio fuerzas fue mi mamá, gracias al optimismo que nos transmitía a todos los que lamentábamos la situación. Que menos mal no estaba preocupada y que gracias a Dios todo le estaba pasando a ella y no a nosotros porque así sí lo hubiese estado, había dicho cuando le notificaron del nuevo tumor.
Mi mami es fuerte, mi mami es de hierro. Y al mismo tiempo, es suave, amorosa, querendona. Mi mami te sonríe sin conocerte, mi mami se carcajea a todo volumen. Mi mami dice que siempre podré ser feliz porque heredé su risa escandalosa. Mi mami canta. Tararea casi la misma cantidad de tiempo que pasa despierta y se “sabe” las letras de los Beatles, los Bee Gees, Miguel Bosé, Queen, Barry White y ABBA — entre comillas discretas porque decir abiertamente que se equivoca cantándolas me habría ganado un pellizco de chiquita.
Creo que es parte de su naturaleza identificarse con escenas musicales, alegres. Siempre hago el chiste de que mi mamá me crió con películas de Julia Roberts: Steel Magnolias (1989), Pretty Woman (1990), My Best Friend’s Wedding (1997), Closer (2004) y Stepmom (1998) fueron los tomos principales de esa enciclopedia. De la última, había una escena crucial: esa en la que Jackie (Susan Sarandon) cantaba y bailaba Ain’t No Mountain High Enough con Anna (Jena Malone) y Ben (Liam Aiken), sus dos hijos.
En algún punto de mi infancia, viendo lo mucho que le gustaba esa escena, empecé a imaginar que mi mamá era el personaje de Susan Sarandon y yo era la hija que bailaba con ella. Luego, cada vez que veía la película, sentía que había una parte de nosotras allí, aun si en la vida real nunca cantamos a todo pulmón ni bailamos juntas por toda la casa. No importaba tanto, cuando veía Stepmom o escuchaba Ain’t No Mountain High Enough, era como si lo hiciéramos.
La relación que teníamos mi mamá y yo podía ser complicada. Una vez dije que crecí con ella interrumpiéndome y aprendí a terminar mis oraciones con puntos suspensivos. Eso es cierto. También se quedó conmigo la sensación de que cuando era niña me regañaba de formas exageradas e hirientes, aunque en mi adultez me sigue extrañando cómo es que recuerdo ese dolor, pero no existe ningún episodio de esos en mi memoria. Mi mamá también podía ser una persona invasiva de vez en cuando, así como solía meterme en sus problemas personales y olvidaba todos mis intentos por poner límites minutos después de exteriorizarlos.
Toda mi vida me he preguntado si ella era así. Cuando operan a tu mamá de un tumor cerebral a tus casi 7 años, no puedes evitar preguntarte si a partir de ese momento te crió ella o una nueva versión de sí que no podía controlar. Si todas las veces que parecía no escucharte o asimilar lo que decías eran consecuencia de la manipulación de su cerebro, la pérdida de ciertas capacidades. Si olvidar gran parte de lo que le contabas o felicitarte un día antes de tu cumpleaños o preguntarte, a tus 24, si no te gusta la ketchup a pesar de que jamás en tu vida la has comido y ella lo sabe fueron manifestaciones de la poca atención que te prestaba, lo poco que te veía por quien eras, o el efecto de tres tumores cerebrales.
Puesto así, juzgarla y molestarme suena injusto, pero mi mamá era mi mamá. No era solo una persona que había pasado por algo y lógicamente vivía con los efectos de ello —según Wikipedia, las lesiones en el lóbulo frontal te hacen actuar exactamente como actuaba ella—, sino alguien a quien yo, como casi toda hija a su madre, le exigía comprensión, atención, empatía, respeto y lo imposible: completud. Muchas de las cosas que menciono se sintieron como cuchillos atravesándome en su momento y en algún punto asumí que no tenía sentido preguntarme si era mi mamá o su enfermedad hablando porque, sin importar cuál versión de ella fuese ahora responsable por mí, de todos modos era mi mamá, y aunque la curiosidad nunca me ha abandonado, empecé a cuestionarme ese tema con menos intensidad. Entenderla de esta forma eventualmente también significó dejar de poner todo el peso de las justificaciones en el trauma por el que había pasado su cerebro y querer más de ella, lo que muchas veces me hizo encontrarme de frente con la desilusión y la ira.
***
La operación del 28 de febrero salió bien. El tumor se removió en el momento justo, dijo el neurocirujano. Más temprano habría sido demasiado difícil de alcanzar, más tarde habría sido demasiado tarde. Esperábamos que quizá mi mamá tuviera dificultad para mover la parte izquierda de su cuerpo dado que una arteria empezó a sangrar durante la operación y, a pesar de que la cauterizaron rápidamente, esto podía traer problemas motores, aunque nada demasiado grave. Para alguien que llegó a soñar que su mamá moría en la operación unos días antes, estas eran grandes noticias.
Mi mamá salió sonriente de la cirugía. Entré por primera vez en mi vida a terapia intensiva para verla. Me miró de una forma sumamente dulce y me hizo sentir rara que se me quebrara la voz al hablarle. Supongo que me confundía que ella pudiese pasar por tantas cosas horribles y todavía tuviera la fuerza para sonreírme con amor y fuese yo quien estuviese al borde del llanto, aun si conocía la razón por la que esto me pasaba.
Una imagen que repetía en mi mente todas esas noches en las que no pude dormir antes de la operación era la de la puerta de la habitación de la clínica abriéndose para descubrir a mi mamá del otro lado con cicatrices en la cabeza. Recuerdo la preparación mental que tenía que hacer cuando era niña antes de que un adulto abriera esa puerta, recuerdo los escalofríos que recorrían mi cuerpo cada vez que la miraba. Entrar a terapia intensiva tantos años después fue una forma, casi forzada, de enfrentar uno de mis grandes traumas. Y mi mamá, como siempre, hizo su mejor esfuerzo por aliviarme con una sonrisa.
Ese primer día mi mamá no nos dijo nada. Efectos de la anestesia, asumimos. Sin embargo, al día siguiente nos informaron que seguía sin hablar y que parecía estar “afásica”, una palabra que solo asociaba con casos devastadores. Ese fue uno de los peores días de mi vida. Nadie, y en serio me refiero a nadie, ama hablar más que mi mamá. Incluso si no quieres hablar, si pones mala cara esperando que se dé cuenta, si le dices explícitamente que no tienes ánimos, mi mamá te va a hablar. Así es ella.
Empezamos a asimilarlo. “Nos vamos a dedicar a la terapia de lenguaje”, prometimos mi hermana y yo en la sala de espera. Y un par de días después, mi mamá convulsionó múltiples veces, probablemente por la inflamación de su cerebro, y aquello deterioró considerablemente su condición. De ahí en adelante, la vimos completamente sedada e intubada por aproximadamente una semana y empezaron a sumarse palabras médicas y ajenas a la conversación.
Conforme fue avanzando todo, a mi mamá le hicieron una traqueotomía y posteriormente una gastrostomía, pues tampoco podía comer por sí sola, y luego de más de tres semanas en la clínica, la dieron de alta. Por algunos de esos días pensé, genuinamente, que tendría que despedirme de ella y recordé que antes de la operación la acompañamos hasta el quirófano y sus últimas palabras para mí fueron “Voy a rezar por ti”, porque aun antes de que le abrieran el cráneo en una mesa, la mayor preocupación de mi mamá era yo, así que durante esos días horribles en los que sentía que tenía que empezar a verme a mí misma como un mujer de 25 años sin mamá, también sentí la responsabilidad de decirle que yo estaría bien y que si quería irse, podía hacerlo.
Mi mamá también ha sido siempre bastante terca, aunque le cueste admitirlo, por lo que creo que escuchó mis palabras e, imprudentemente, escogió el muy-muy-difícil-y-para-nada-fácil camino de quedarse. Y aquí está.
Mi mami está en casa. Todavía necesita a un enfermero que esté con ella 24/7 y debe tener terapia respiratoria, física, de deglución y de lenguaje. Irónicamente, la parte izquierda de su cuerpo es la que más mueve, usando su mano para rascarse la nariz, los ojos y las orejas cuando algo le hace cosquillas. Ya sabe dar besitos, hacer pucheros, inflar los cachetes y carcajearse. Está aprendiendo a comer por la boca y aunque todavía no usa sus cuerdas vocales, de vez en cuando modula o susurra algunas frases y palabras para hablarnos. La afasia persiste y persistirá. Ningún médico o terapista puede darnos un pronóstico porque se trata de un territorio básicamente impredecible. Lo que nos dicen, sin embargo, es que de todo lo demás podrá salir a largo plazo, siendo el tema del lenguaje el obstáculo más grande.
No es por sonar como Derek Shepherd, pero el centro del lenguaje está en el hemisferio izquierdo del cerebro y el tumor de mi mamá estaba en el derecho. Al principio, la afasia era difícil de explicar, pues nunca se trabajó cerca de esa zona. Sin embargo, la teoría parece ser que por la manipulación de su cerebro y probablemente el calor con el que cauterizaron la arteria que sangró durante la operación, mi mamá sufrió una isquemia del lado izquierdo, que es algo así como un infarto cerebral que mata, de forma irreparable, el tejido.
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Mi mamá ama cantar.
Me pregunto si volverá a hacerlo.
Mientras estuvo en la clínica, vi dos de las películas que asocio con ella. Primero, My Best Friend’s Wedding. Al día siguiente, a pesar de que estuviese sedada, le conté que el personaje de Julia Roberts tiene 27 años, lo cual me pareció totalmente absurdo porque —y aprovecho la oportunidad para despejar un poco sus mentes de los temas fuertes de este artículo— esta mujer…
…jamás en la vida me lleva tan solo dos años. Nope. Me niego. Esa es una mujer adulta hecha y derecha, su señoría. Yo soy una bebé.
Y, por supuesto, le hablé de su escena favorita de la película, que no podría ser otra más que la que tiene a Rupert Everett cantando I Say a Little Prayer en público.
Nunca le conté a mi mamá que canté esa canción en el último karaoke al que fui porque me recordaba a ella. Quizá porque lo hice terrible, en vista de que no soy Aretha Franklin… ni Rupert Everett ni el cast de Glee.
Otro día vi Stepmom, no solo porque tiene esa escena que se siente como un momento compartido entre nosotras, sino porque hay algo bastante personal en el hecho de que esta película gire en torno a una madre que está muriendo de cáncer y quiere aprovechar sus últimos meses de vida con sus hijos.
En febrero, me pregunté seguido si estaba viviendo mis últimos momentos con mi mamá. Cuando me gané unas hamburguesas para dos en un concurso de Instagram, la invité a ella. La mañana del día de nuestro almuerzo me hizo saber que estaba muy “ilusionada” por la salida. Luego me dijo que había sido la hamburguesa más rica que se había comido y que le había encantado nuestro plan.
Me gusta creer que, al menos antes de la cirugía, se sintió muy querida. Lo es.
No dejo de pensar en los días y los momentos antes. En su tranquilidad, en su emoción por salir de todo. En la sonrisa con la que sale llegando a la clínica, conmigo a su lado y sus exámenes preoperatorios en las manos, en un video que grabó mi hermana esa mañana. En la foto que le tomé en la puerta del quirófano cuando la acompañamos hasta allí.
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Mi mamá ama cantar.
En la semana que pasó bajo sedación, en medio de la incertidumbre y con la suerte de que dejaran entrar a dos familiares al mismo tiempo a visitar la cama 3 de terapia intensiva, mi hermana y yo le pusimos Dancing Queen y, con los ojos aguados, le cantamos y bailamos la canción.
Resumir a mi mamá sería imposible. Algunos médicos, terapistas y enfermeros nos han preguntado cómo era antes. Les hemos dicho que vulgar, inteligente, risueña, imprudente, valiente y, por sobre todas las cosas, buena. Un amigo me dijo que sentía que mi mamá progresaría simplemente por ser “icónica”, una palabra que las Kardashian y los gays nos enseñaron a usar para calificar cualquier cosa, pero que se siente extremadamente acertada en el caso de mi mamá.
Hay mil cosas que podría decir para describirla, pero cuando le cantamos esa canción pensé en la vez que vi Mamma Mia (2008) con ella en un cine que ya no existe y en que creo, honestamente, que una de las mejores representaciones de su esencia es la escena de Dancing Queen. Mi mamá es Christine Baranski poniéndose algo entre las piernas como si fuese un pene para cantar “anybody could be that guy”, es Meryl Streep saltando en una cama en cámara lenta, es usar una boa de plumas para soltar todo y bailar por la calle, lo cual suena extremadamente on-brand si les cuento que, con frecuencia, mi mamá decía que le provocaba agarrar una moto y salir a manejarla desnuda en momentos de hartazgo.
Mi mamá es, también, Susan Sarandon desarmando la cama y cantando por toda la casa, con una rizadora de pelo en la mano como si fuese un micrófono. Es Rupert Everett convirtiendo una anécdota en una canción con un simple “the moment I wake up…” antes de que todos los presentes en un restaurante comiencen a hacer coros con él. Es la persona que canta y de forma implícita invita a otros a unírsele, quien te contagia con su alegría y transmite el tipo de energía que hace verosímil algo como interrumpir la realidad con un número musical.
En los peores días, creé un playlist con algunas de las canciones que asocio con mi mamá. Al principio lo hice para tenerla conmigo, pensando que la despedida era inminente. Poco después, sin embargo, mi mamá comenzó a progresar y una vez que pasamos de terapia intensiva a una habitación, el playlist se convirtió en nuestro mejor aliado. Ya no era solamente para mí, para sentirla presente, sino para ella, para reconectar consigo misma.
Todos los días se convirtieron en días de música y baile en la habitación de la clínica y mi hermana y yo pusimos en práctica las enseñanzas de mi mamá, para descubrir que, aunque ella siempre será la estrella, algo de la habilidad para alegrar un lugar y el coraje para encontrar lo divertido en situaciones difíciles nos heredó.
***
Me preguntaba si mi mamá volvería a cantar.
En eso pensaba cuando comencé a escribir esto. A un mes de la cirugía, con la primera parte de esta montaña rusa detrás de mí, evalué lo que ha sido la experiencia hasta ahora y encontré las películas y las escenas musicales, el playlist, los bailes que hicimos en medio del dolor y, una y otra vez, la gran personalidad de mi mamá, y entonces algo que antes había dado por sentado de repente tomó otra estructura y me di cuenta de que la música y la diversión siempre han existido a mi alrededor como representaciones de mi mamá.
En mi niñez, me preocupaba que mi mamá fuese diferente, que las alteraciones en su cerebro la convirtieran en alguien más. Tal vez la versión de ella que la madurez y la consciencia posterior a los 7 años me permitieron comprender fue una distinta a la que me vio llegar al mundo, pero aprendí a estar bien con eso y a amar a quien estaba frente a mí. Hoy en día, tengo el mismo miedo, y aunque el progreso que ha hecho me contenta más de lo que podría siquiera comenzar a explicar, mentiría si dijera que no paso una porción significativa de mi tiempo preguntándome si volverá a interactuar conmigo de forma corrida, si podrá concentrarse en lo que le digo, si en algún momento me hará cariño cuando me acueste en sus piernas como siempre hizo, si llegará a tener consciencia de los días y será capaz de felicitarme en mi cumpleaños de forma espontánea porque lo recordó. De repente, un “feliz cumpleaños, mamama” el día antes suena bastante bien.
La extraño mucho y mi corazón está roto y me duele la realidad y a veces pienso en que desde hace más de un mes tengo y al mismo tiempo no tengo mamá. No hay quien me espere en casa ni me pregunte cómo me fue ni tenga gestos maternales conmigo ni me diga “te amo” ni me abrace ni me escriba un mensaje a mitad del día diciendo que le hago falta ni me arregle un lazo antes de salir. Y está ahí y me siento malagradecida por pensar así, pero estoy viviendo un duelo de una forma u otra, y la extraño, aun con los retos y dificultades que presentaba nuestra relación, y quiero que vuelva, así que empecé a escribir esto sin saber muy bien para qué. Para celebrarla, para desahogarme, para verla en mí, para pensar en ella y el mundo de referencias que me ha regalado, supongo.
Me preguntaba si volvería a cantar, si tararearía por la casa, si aceleraría el ritmo de las canciones como siempre hacía sin percatarse de ello, y mientras me tomaba una pausa de escribir todo esto, me le acerqué para hablar con ella y de repente empezó a modular la letra de la canción que sonaba en el fondo, una de sus favoritas, incluida en el playlist: I Want To Break Free, de Queen. Todavía me cuesta un poco creer lo que vi y el hecho de que sucediera justo cuando me hacía estas preguntas, pero tal vez así funciona la conexión telepática entre madres e hijas.
No voy a dejar de extrañarla ni voy a dejar de preguntarme si algún día podrá ser alguien parecida a quien era antes, pero verla cantando, saber que los versos de las canciones que le fascinan siguen allí y que desde entonces también ha susurrado las letras de Hey Jude y La bamba me da esperanza y me hace pensar que mi mamá es mi mamá todavía. Que solo le hacen falta la boa de plumas y la rizadora de pelo para seguir saltando, bailando, manejando una moto (imaginaria) desnuda y enseñándonos a reír. Que es, aún, mi personaje favorito, “todas las grandes heroínas del mundo en una sola”, como decía esa frase de Oscar Wilde que encontré en un libro cuando tenía 16 y memoricé porque me parecía el epítome del amor, para terminar descubriendo, 10 años después, que eso es justo lo que siento por mi mamá.
La amo, eternamente, en todas sus versiones, y ahora sé que incluso cuando no sepa qué sentir, cuando me parezca que el mundo está en pausa y me cueste seguir, el amor siempre estará allí. Y la música y las risas y la valentía y los chistes inapropiados. Y el amor.
hermoso, me sentí identificada con muchas cosas y lloré mares, te mando un gran abrazo.
Estoy demasiado conmovido como para comentar algo. Te mando un abrazo muy fuerte a ti y a tu mami, ojalá siga más icónica que nunca ✨♥️